Érase que se era una bella princesa que vivía en un pequeño país encantado. No era un país lejano, ni oscuro, ni lleno de seres extraños. Más bien era un país soleado y hermoso, de bonitos paisajes verdes e infinitos mares, de cielos azules desiertos de nubes que surcaban preciosas aves únicas en su especie y campos boyantes de naranjos e higueras…
Un paraíso en el que poco llovía y mucho se podía ir a la playa. Y, sin embargo, la bella princesa de pelo rubio, ojos azules y blanca piel, no era feliz. ¿Por qué no era feliz la bella princesa?
Y es que la bella princesa de los países del norte lloraba amargamente por la nostalgia de la nieve de su antiguo hogar. Y érase que se era un enamorado príncipe de los reinos del sur que, en una romántica gesta de profundo amor hacia su bella princesa, decidió plantar extensiones y extensiones de almendros que pintaron en su florecer una interminable alfombra blanca que ayudó a curar para siempre el mal de añoranza de la bella princesa.
Un día cualquiera entre enero y marzo de hace miles de años, la princesa se asomó a su ventana y vio la nieve en el Algarve. No la nieve gélida de los reinos del sur, sino la explosión de nieve rosácea, fabulesca, mágica y romántica de los almendros en flor. Y así fue como el príncipe curó la tristeza de la princesa, regalando al Algarve un legado natural único por los siglos de los siglos. Y así vivieron por siempre juntos felices el príncipe y la princesa, aguarardando con impaciencia cada año la llegada de la temprana primavera algarvía, que pronto se deja sentir trayendo consigo el maravilloso espectáculo de los almendros en flor, cuyo punto álgido se produce todos los años en el mes de febrero.
El cuento de hadas del rey Ibn- Almundim y la princesa Gilda se ha transmitido de generación en generación en el Algarve, para explicar a lugareños y visitantes el origen de los almendros en flor en el sur de Portugal. El epicentro de tan bonita leyenda es Silves, la capital del antiguo reino árabe, en las faldas de la Sierra de Monchique. Ciudad rica y poderosa, bella y lujosa, hay historiadores que describen a Silves como “más fuerte y diez veces con más carácter” que la propia Lisboa.
Su magnífico castillo, testigo de la historia del llanto de Gilda y la gesta de su amado príncipe, es el más grande, mejor conservado e importante de Algarve y el mejor exponente de arquitectura militar islámica existente en Portugal.
Está lleno de fragmentos de historia que permiten imaginar cómo era la vida hace diez siglos. La Cisterna da Moura, con cerca de 10 metros de altura y sus cuatro bóvedas asentadas en columnas, y la Cisterna dos Cães, un pozo con 60 metros de profundidad, hacen recordar las historias de las Mil y Una Noches. Un imprescindible en la región, que ofrece unas vistas únicas desde sus murallas y torres de arenisca roja del valle del río Arade, con las suaves colinas y los campos floridos como telón de fondo.
Pero son muchos los pueblos del barrocal algarvío en los que se pude disfrutar del espectáculo de los almendros en flor, siendo las primeras semanas de febrero el momento álgido del espectáculo, cuando los tonos castaños y verdes de la naturaleza dan paso a la explosión blanca, como si de un gigantesco cuadro impresionista se tratara.
Cruz de Alta Mora, Soalheira, Caldeirão, Pernadeira, Funchosa de Baixo y Funchosa de Cima son algunas de las aldeas en las que disfrutar de esta preciosa experiencia, así como Loulé y sus alrededores, cuyos paisajes pintan pseudos cuadros impresionistas que hay que disfrutar mucho más que una vez en la vida.