Hayas, castaños, robles, álamos, chopos, alisos, olmos desnudan sus cuerpos con la llegada del otoño, pero previamente ofrecen un espectáculo insólito cargado de ocres, rojos y dorados. Te proponemos cinco lugares donde disfrutar de la mejor belleza otoñal española.
1. La hoz del río Júcar en Cuenca
Apostadas sobre las rocas estrechas y puntiagudas, Cuenca y sus Casas Colgadas desafían el vacío desde las alturas y contemplan las hoces que los ríos Huécar y Júcar configuran a su paso, creando un paisaje que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad. Las aguas del Júcar tienen color esmeralda como consecuencia de la elevada concentración de cal que hay en el cauce y en las rocas. Este sinuoso corredor fluvial de cuarenta kilómetros de recorrido circula entre álamos, chopos, pinos piñoneros, castaños y sauces que, en otoño, forman una paleta de ocres y amarillos que deslumbran al viajero y que ofrecen el escenario perfecto en el que conviven restos de antiguas ermitas, viejos molinos y casas de labranza. Sus hojas caídas forman una tupida alfombra que no sólo es bella sino también fructífera, pues son el abono perfecto en el que brotan los hongos y las frondas de la nueva primavera. Todo parece contagiarse de ese alarde de color, al que se unen las viñas, los prunos y los arbustos de ribera. Los habitantes del lugar y los foráneos contemplan el rápido discurrir de las aguas, y hasta águilas reales y perdiceras, halcones peregrinos, búhos, cernícalos, cuervos, chovas y grajillas parecen asomarse para no perderse el espectáculo. Una de las mejores vistas “aéreas” de la hoz es desde el mirador Ventano del Diablo, en la subida desde Villalba de la Sierra hacia la Ciudad Encantada. El Júcar discurre 200 metros más abajo entre paredes casi verticales.
2. Tiempo de cosecha en La Rioja
El otoño es tiempo de vendimia. En La Rioja, una región vitivinícola por excelencia, se vive con fervor y la actividad es frenética. Desde los tonos picota y cereza de los garnachos de Peña Isasa a la suavidad de los pasteles ocres del tempranillo de la Sonsierra, con luces perezosas que se cuelan en el fondo de las viñas. La Rioja estalla multicolor tras la vendimia. Las viñas se alimentan a sí mismas en un círculo vegetativo que tiene un momento de limpia belleza, de singular cromatismo entre octubre y noviembre, cuando la mayor parte de las uvas ya ha florecido entre la levadura y los primeros y esperados caldos del año llegan a las mesas y a las barras de los bares. Los hombres ya han recogido los frutos: garnachas, tempranillos, viuras, mazuelos y malvasías ofrecen sabores y aromas diferentes y envejecen distintos, pero aún quedan los viñedos y se pueden descubrir las variedades por los tonos de sus hojas. Hay parajes en La Rioja donde los colores de los viñedos han sido especialmente caprichosos: de la intensidad de los marrones que llegan al carmesí o incluso rosa a la amplia paleta de violetas, añiles, cerezas, rosas palo, ocres, rojos, anaranjados, amarillos pajizos, y hasta ámbar o el negro más oscuro en hojas que están a punto de rodar por el suelo a los pies de las vides. En torno a buenas bodegas han nacido geniales obras de arquitectura, las más importantes son: la Ciudad del Vino de Elciego, con el hotel diseñado por Frank Gehry para Marqués de Riscal; Viña Tondonia construida por Zaha Hadid; en Samaniego, Iñaki Aspiazu ha construido Bodegas Baigorri; y en Laguardia, Calatrava ha levantado Ysios. Una de las últimas aportaciones es el Vinobús: un programa de catas y visitas a bodegas sin preocuparse de conducir después.
3. El hayedo de Montejo, entre Madrid y Guadalajara
Cuenta la leyenda que el bosque conocido como El Chaparral estaba habitado por duendes y hadas y que éstas, juguetonas y curiosas, gustaban de engatusar a los visitantes y caminantes del bosque con sus caricias y dulces cánticos. Estos cantos tan melosos y atractivos servían para llevar a los paseantes hasta sus guaridas y convertirlos en animales tales como la lagartija o el petirrojo, con lo que conseguían un mayor número de habitantes y mayor encanto. Hoy no hacen falta seres fantásticos para atraer a miles de personas a este lugar, basta con que llegue el otoño. Tan es así que se ha establecido un riguroso cupo diario y sólo los muy madrugadores o los muy organizados pueden visitarlo el día elegido. Pero la espera merece la pena. Aunque el camino que muestra un guía se abre en mitad de una bóveda vegetal formada por enormes robles, abedules, acebos y serbales, al fondo esperan las reinas del bosque, las hayas que lucen sus troncos y ramas enguantados de musgo y las cabelleras encendidas de hojas pardas y amarillas que se agitan al viento. La senda camina en paralelo a un Jarama casi recién nacido en el que con suerte pueden verse nutrias. Se dice que este hayedo es el más meridional de Europa y es uno de los últimos residuos de las extensas masas forestales que poblaron la Península Ibérica tras la última era glaciar. Es producto del capricho de la naturaleza y el olvido del hombre. Algunas de estas hayas son tan notables que hasta tienen nombres propios: la Primera, la del Trono, la del Ancla y la de la Roca, de más de 250 años, pero se aferra a la vida con la misma fuerza con la que sus raíces se hincan en las pizarras del suelo.
4. Valle de Ambroz en Cáceres
Al norte de la provincia de Cáceres, en las últimas estribaciones de la Sierra de Gredos se encuentra el valle de Ambroz, que incluye las localidades de Abadía, Aldeanueva del Camino, Baños de Montemayor, Casas del Monte, La Garganta, Gargantilla, Hervás y Segura de Toro. Pero no son los pueblos, con ser muy bellos, lo que lleva al viajero hasta estas tierras, ni tampoco sus acogedores habitantes humanos, sino esos otros habitantes vegetales que convierten la región en paisajes cambiantes en cada época del año. En primavera, es el cercano valle del Jerte y sus miles de cerezos en flor, el gran protagonista; en invierno y verano, las próximas Hurdes con su serena y solitaria belleza. Pero en otoño, es la dehesa la que muestra su esplendor, salpicada de castaños y nogales, de encinas y alcornoques, en el valle de Ambroz. Regado por el río Ambroz y por numerosas gargantas y cascadas, ofrece un atractivo natural. Desde su cumbre más alta, el Pinajarro, se puede observar un impresionante valle, donde se alternan el bosque y el prado, la sierra y el llano. Hay algunos ejemplares con nombre propio, como el Castaño del Corbiche o La Marotera, en el paraje de Los Berruecos en Casas del Monte; el Alcornoque de La Fresneda en la zona del Alcornocal junto a la carretera hacia Valdelamatanza, Aldeanueva del Camino y los Castaños del Temblar, en el arroyo del temblar en Segura de Toro. Desde hace miles de años, esta región ha sido tierra de paso. Las huellas de la Vía de la Plata saltan a la vista, especialmente en Baños de Montemayor y Aldeanueva, que conservan restos de la Calzada Romana.
5. Embalse de Ruesga en Palencia
Uno de los paisajes más bellos de la Montaña Palentina se encuentra siguiendo el río Rivera, afluente del Pisuerga, hasta llegar al embalse de Ruesga, que fue el primero construido por el Estado en la cuenca del Duero y, en sus orígenes, tenía como misión fundamental la de asegurar las aguas del Canal de Castilla, tarea luego compartida con otros más modernos. En sus orillas se encuentran dos de las estampas que justifican la visita: el pinar natural de Velilla y el hayedo de Otero de Guardo. El primero mantiene su verde original durante el otoño que contrasta con la paleta de ocres, amarillos y marrones del hayedo cuando desnuda sus hojas. Pero no son los únicos habitantes vegetales que dan vida a estas orillas que doblan su belleza al reflejarse en las tranquilas aguas del embalse. Bosques con robledales, brezales y pastizales alpinos típicos de la montaña palentina. Hay una zona con servicios, barbacoas, duchas, alquiler de pedales y piraguas en la que suele haber gente, pero el resto permanece prácticamente desierto hasta el punto de que los días que hace bueno, suelen congregarse amantes del nudismo a la derecha del embalse según se mira el muro de contención. Con una capacidad de 10 millones de metros cúbicos es el más pequeño de todos de los embalses de España. Fue construido en 1923 y forma parte de la llamada Ruta de los Pantanos. Resulta especialmente atractivo cuando vierte el agua sobrante a través de un túnel excavado en la roca. No hay que perderse la ermita rupestre de San Vicente, que abre sus oquedades a orillas del río Rivera y es quizá la más vistosa del grupo palentino. Se trata de una pequeña ermita horadada en la arenisca y en la que hay talladas dos tumbas antropomorfas. Los paneles explicativos instalados en el lugar ayudan a entender el fenómeno eremítico.