Sobre el papel, a las tres capitales bálticas no les resulta fácil marcar territorio. Poco es lo que a priori sabemos de ellas, como era nuestro caso antes de visitarlas. Si hacéis la prueba, veréis que pocas personas de vuestro entorno sabrán situar exactamente estas ciudades en el mapa, o decir a qué país corresponde cada capital. Y eso que desde 2004 forman parte de la Unión Europea, y dos de ellas (Estonia y Letonia) también son socias del club del euro.
Para inciar nuestro viaje, elegimos la más norteña de ellas: Tallín. La capital estonia, que se abrió a nuestros ojos surcando las frías aguas del mar Báltico, es una ciudad de cuento. Bien conectada tanto con Helsinki (de donde veníamos) como con Riga (adonde íbamos), Tallín ofrece a la vez su cara más tecnológica, que haría palidecer a muchas otras localidades europeas, y tradicional. Dentro de sus bien conservadas murallas, con sus pintorescos torreones como guardianes de su belleza, se encuentran algunos de los monumentos arquitectónicos y artísticos más representativos del país. Sin embargo, nada mejor que perderse por sus románticas callejuelas para sentirse transportado a épocas pretéritas.
En nuestro paseo, más tarde o temprano, desembocaremos en Raekoja Plats, el corazón de la ciudad vieja, una amplia plaza repleta de terrazas donde se encuentran su emblemático ayuntamiento y su no menos famoso Vana Toomas, la veleta en forma de soldado medieval que corona la torre del edificio y que se ha erigido en el símbolo protector de la ciudad. Antes de abandonar el perímetro amurallado, conviene subir a la colina de Toompea, donde nos seguiremos maravillando de la riqueza arquitectónica de Tallín y, además, tendremos la ocasión de asomarnos a varios miradores.
Nuestra siguiente parada fue Riga, a poco más de cuatro horas en autobús. La considerada "París del Báltico" en su época de esplendor está viviendo una segunda juventud y ofrece al visitante su lado más cosmopolita. A su fantástica ciudad antigua, tan agradable para pasear, se suma la mejor muestra de art nouveau de la Europa septentrional y su curioso mercado central, que se reparte por antiguos hangares de zepelines. La gótica casa de las cabezas negras o la del gato, con la figura de este felino arqueado en su tejado, son algunos de los símbolos que identifican a la que muchos consideran la capital oficiosa de la zona por su tamaño y dinamismo.
Al igual que en Tallín o Vilna, la ocupación soviética (que se prolongó hasta 1991), tiene su poso en Riga, bien sea en la llamada "tarta de Stalin", un feo y voluminoso edificio cercano al mercado central, o en el monumento conmemorativo de la victoria soviética en la segunda guerra mundial. En ubicaciones más privilegiadas, el monumento a la libertad y el museo de la ocupación son su contrapunto.
Y para terminar nada mejor que Vilna, la capital de Lituania, que también está a poco más de cuatro horas en autobús. Basta pasear desde la plaza de la catedral hasta la única puerta que queda en pie de las antiguas murallas para apreciar el esplendor barroco de la ciudad. Mención aparte merecen los vestigios, más espirituales que físicos, del antiguo e importantísimo gueto judío, que por algo era conocida Vilna como la Jerusalén del norte; el museo de las víctimas del genocidio, situado en el antiguo cuartel de la KGB; o la bohemia "república" de Uzupis, con su extravagante y simpática constitución.
Y si nos cansamos de ver tantas iglesias, podemos subir, andando o en funicular, al cerro donde se levantaba el antiguo castillo de la ciudad, del que hoy solo queda la torre Gediminas, o a la cercana colina de las tres cruces, algo más que un símbolo religioso de la católica Lituania.
En definitiva, Tallín, Riga y Vilna, barajadas en cualquier orden, harán las delicias del más experimentado de los viajeros que descubrirá tres ciudades con personalidad propia y una apuesta decidida por el turismo. Razones tienen para ello.